jueves, 12 de septiembre de 2024

Tres poemas de FRANCISCO JAVIER IRAZOKI


 

 

ÚLTIMA ARENGA A LAS TROPAS

De este invierno guardaremos
una magia superior a sus nieves. 

Pasaron la escarcha y el granizo,
y, adherida a los ventanales,
sobrevivieron unas flores blancas
que no saben morir. 

Vinieron los amigos
y las contemplaron
desde el interior de la vivienda.

Como desquite contra el gris del cielo,
cortamos una de las flores.

Hemos escondido,
entre las hojas de un libro de música,
esa muerte imposible. 


LA ENTEREZA

    El equilibrio fue mi padre.
    En una tierra de coleccionistas de lindes, veíamos a pocos hombres con la altura de su serenidad. Imperturbable, el humor y la rectitud eran las dos fuerzas que compensaban su carácter, y con ellas dirigía nuestra niñez.
    Nunca practicaba la pequeñez humana de escucharse sólo a sí mismo. Tuvo abierta la quietud para recibir las turbaciones ajenas, y nos daba cita en una habitación bien iluminada por la ironía.
    Las maldades lo aburrían, y a todas las reuniones aportó panes y el escepticismo con deseos de ayudar.
    Durante los meses de la enfermedad última, su cuerpo grande perdió tamaño. Pero los dolores no le redujeron la calma que aún nos acogía. Con una mínima seña desocupó parte de la imposibilidad y allí depositamos todos los miedos.
   También las palabras finales construyeron para nosotros un cobertizo con la grieta de la risa.
    Seguimos sus instrucciones y embotellé la ausencia en los frascos de medicamentos de la despedida.
    Muchos años más tarde, noté su presencia muy lejos de los lugares que él conoció. Al acabar el verano, en la escalinata de las cremaciones de Benarés, unas mujeres lavaban las cenizas de los familiares muertos. En las cercanías, algunos ancianos caminaban impávidos. Sin alterarse, parecía que en sus mentes la mesura iba a apagar los fuegos de los crematorios.
    De repente, sentí que sobre los peldaños de piedra empezaba a bajar el equilibrio de mi padre. Giró como una rueda hasta caer a las aguas del Ganges. 

 

UN POETA ATADO

    El zorro es mi poeta maldito.
    Mi niñez lo contempla colgado de una tranca. Me detengo frente a su pelaje rojizo, sus pies negros y su astucia inmóvil. Un cazador lo transporta sobre los hombros y recibe treinta monedas en las casas de los campesinos. 
    De noche, el zorro ha merodeado las viviendas de los adultos y las pesadillas de los niños. En los sueños infantiles, su boca muerde roedores, topos y animales de corral o gotea jugos de frutas. Su hocico olisquea miedos. 
    Su poema está creado lejos del grupo. No imita al perro sumiso ni al lobo gregario. Cruza sin compañía externa los hayedos, robledales y desmontes. Su manada es interior y la prudencia con oído de músico dirige su jerarquía. 
    Leo las líneas de una silueta nocturna con grito humano. El zorro camina atado a su soledad omnívora.

 

ILUSIONISTA INTRUSO

    Vino de un pueblo de Cáceres y su infancia se hospedó en un cuartel. Su padre, alto guardia civil, recorría nuestros montes. Varias veces lo vi solo, pensativo en un calvero del bosque. 
    Recuerdo al niño Dioni  inclinado ante su caligrafía redonda y lenta. Escuálido, bajo de estatura, se transformaba en el campo de fútbol. Delante de nuestro asombro, hacía una pelota rápida con los puntos cardinales que habíamos aprendido en el colegio y echaba a correr en un laberinto que sólo sus regates descifraban. Su transformación incluía la violencia con que golpeaba la pelota y la manera de elevarse para rematar de cabeza. Su cuerpo era la miga de un milagro. En cuanto poníamos un balón cerca de sus pies, se vaciaban los relojes.
    Concebíamos el fútbol como una variante de la labranza. Al ver las botas con tacos de rosca, pensábamos en surcos y sementeras. La elegancia de Dioni fue un idioma extranjero. Nos despedimos en la adolescencia. Él se afincó en Pamplona. Allí crecieron su estatura y habilidades. 
    Dioni jugó durante seis temporadas en Primera División de la Liga española. Reflexivo y de cuerpo grande en la edad adulta, saltaba al terreno de juego agitando sus cartabones, reglas y escuadras mentales. La lentitud de aquella escritura de la niñez se instaló en sus movimientos deportivos. No fue entendida la belleza que rodaba trazando ángulos, aristas, vértices. El público se distrajo con cánticos de ebriedad frente a un poeta de la geometría. 
    Un sacerdote, que visitaba a los futbolistas antes del inicio de los partidos, me trajo noticias de Dioni. Entonces supe de sus vómitos y sesiones de sofrología. Cuando faltaban unos minutos para el comienzo del espectáculo, el jugador se sentía aislado.
    De nuevo la lentitud. De su boca salían despacio, con dolor envejecido, la soledad del padre en un calvero, el trato frío, su impureza en nuestra tribu. 

 

Los descalzos. Poesía completa (1976 - 2023). Francisco Javier Irazoki. Ediciones Hiperión. 2023.