Cuando Thangobrind el joyero oyó la ominosa tos, se volvió en seguida hacia aquel angosto camino. Era un ladrón de gran reputación, protegido de los encumbrados y los elegidos, pues lo más pequeño que había robado era un huevo de Moomoo y en toda su vida únicamente robó cuatro tipos de piedras preciosas: Rubíes, diamantes, esmeraldas y zafiros; y como joyero su honradez era enorme. Un Príncipe Mercader se había presentado ahora ante Thangobrind y le había ofrecido el alma de su hija a cambio de un diamante más grande que una cabeza humana, que debía encontrarse en el regazo del ídolo-araña Hlo-hlo, en su templo de Moung-ga-ling; pues había oído decir que Thangobrind era un ladrón en el que se podía confiar.
Thangobrind lubricó su cuerpo y salió de su tienda, y recorrió en secreto apartados caminos y llegó tan lejos como Snarp, antes de que alguien supiera que había salido por negocios o echara de menos su espada de su lugar debajo del mostrador. Por eso únicamente se ponía en marcha de noche, ocultándose de día y dedicándose a sacar brillo al filo de su espada, a la que llamaba Ratón porque era veloz y ágil. El joyero utilizaba sutiles métodos para viajar; nadie le vio nunca atravesar los llanos de Zid; nadie le vio llegar a Munrsk o Tlun. ¡Cómo adoraba las sombras! Una vez la luna, asomando de improviso después de una tempestad, había traicionado a un joyero corriente; a Thangobrind no le ocurrió lo mismo: los vigilantes únicamente vieron una figura agachada que gruñía y reía.
"No es más que una hiena", dijeron.
En una ocasión le agarró uno de los guardianes de la ciudad de Ag, mas Thangobrind estaba lubricado y se escurrió de sus manos; apenas se oía el paso de sus pies desnudos. Sabía que el Príncipe Mercader esperaba su regreso, sin pegar ojo en toda la noche y reluciente de codicia; sabía que su hija yacía encadenada, gritando noche y día. ¡Ay! Thangobrind lo sabía. Y si no hubiera estado fuera por negocios, casi se habría permitido una o dos pequeñas sonrisas. Mas el negocio era el negocio, y el diamante que buscaba permanecía todavía en el regazo de Hlo-hlo, donde había estado durante los dos últimos millones de años, desde que Hlo-hlo creara el mundo y le concediera todo excepto aquella piedra preciosa llamada el Diamante del Muerto. La joya fue robada a menudo, mas tenía el don de regresar de nuevo al regazo de Hlo-hlo.
Thangobrind lo sabía, mas no era un joyero corriente y esperaba burlar a Hlo-hlo, sin darse cuenta de que su ambición y su vehemencia eran sólo vanidad.
¡Cuán ágilmente se deslizó por los pozos de Snood! Ora como un botánico escudriñando el terreno, ora como un bailarín saltando por encima de los desmoronados márgenes. Cuando había oscurecido del todo pasó cerca de las torres de Tor, donde los arqueros disparaban flechas de marfil a los desconocidos para que ningún forastero pudiera alterar sus leyes, las cuales eran malas, mas no tanto como para permitir que fueran alteradas por simples extranjeros. De noche disparaban guiándose por el ruido de los desconocidos al pasar. ¡Oh, Thangobrind, Thangobrind,! ¿Hubo alguna vez un joyero como tú?
Mediante largas cuerdas arrastró tras él dos piedras y los arqueros dispararon a éstas. Tentadora era, en verdad, la trampa que habían dispuesto en Woth: un engaste suelto de esmeraldas en la puerta de la ciudad. Mas Thangobrind percibió la cuerda dorada que ascendía por la pared desde cada una de ellas y los pesos que le caerían encima si tocaba alguna, de manera que las abandonó, aunque lamentándose, y finalmente llegó a Theth. Allí todos adoraban a Hlo-hlo, aunque, como lo atestiguan los misioneros, permitían creer en otros dioses; mas éstos únicamente servían de piezas en las cacerías de Hlo-hlo, el cual llevaba aureolas, así las llama esa gente, pendientes de los ganchos dorados de su canana. Y después de Theth llegó a la ciudad de Moung y al templo de Moung-ga-ling, donde entró y vio al ídolo-araña Hlo-hlo, sentado con el Diamante del muerto reluciendo en su regazo y mirando a todo el mundo como una luna llena, mas una luna llena entrevista por un loco que hubiera dormido demasiado tiempo bajo sus rayos, pues el Diamante del Muerto presentaba un cierto aspecto siniestro que presagiaba cosas que es mejor no mencionar aquí. El rostro del ídolo-araña estaba iluminado por aquella fatal gema; no había ninguna otra luz. A pesar de sus chocantes miembros y de aquel cuerpo demoníaco, su rostro estaba sereno y aparentemente inconsciente.
Un leve temor pasó por la mente de Thangobrind, un estremecimiento pasajero nada más: el negocio era el negocio y a él le esperaba el mejor. Thangobrind ofreció miel a Hlo-hlo y se postró ante él. ¡Oh, qué astuto era! Cuando los sacerdotes salieron furtivamente de la oscuridad para sorber la miel quedaron tendidos sin sentido en el suelo del templo, pues había una droga en la miel ofrecida a Hlo-hlo. Y Thangobrind el joyero cogió el Diamante del Muerto, se lo puso a sus espaldas y se alejó del altar; y Hlo-hlo el ídolo-araña no dijo nada, sino que sonrió débilmente mientras el joyero cerraba la puerta. Cuando los sacerdotes se sobrepusieron del efecto de la droga que le fue ofrecida a Hlo-hlo con la miel, se precipitaron a una pequeña cámara secreta con vistas a las estrellas y trazaron un horóscopo del ladrón. Algo que vieron en el horóscopo pareció satisfacerles.
No era propio de Thangobrind regresar por el mismo camino por el que había venido. No, fue por otro camino, si bien éste conducía a la senda angosta, a la mansión de la noche y al bosque de la araña.
Mientras se alejaba con el diamante, la ciudad de Moung se elevaba por detrás de él, balcón sobre balcón, eclipsando a medias a las estrellas. No caminaba tranquilo. No obstante, cuando surgió tras él un ligero golpeteo como de pies de terciopelo, se negó a admitir que fuera lo que él se temía, a pesar de que su instinto comercial le decía que no era bueno que ningún tipo de ruido siguiera de noche a un diamante, y éste era uno de los más grandes que había llegado hasta él en toda su vida comercial. Cuando llegó a la senda angosta que conduce al bosque de la araña, el joyero se detuvo titubeante; sentía la frialdad y el peso del Diamante del Muerto y los pasos aterciopelados le parecían terriblemente cercanos. Miró tras él: allí no había nadie. Escuchó con atención; ahora no se oía ningún ruido. Entonces recordó los gritos de la hija del Príncipe Mercader, cuya alma era el precio del diamante, y sonrió, y siguió adelante resueltamente. En eso, del otro lado de la senda angosta, le miró esa inexorable y equívoca dama cuya mansión es la Noche. Habiendo dejado de percibir el ruido de pasos sospechosos, Thangobrind se sentía ahora más tranquilo. Cuando casi había llegado al final de la senda angosta, la mujer profirió indiferentemente aquella ominosa tos.
La tos era demasiado significativa para no hacer caso de ella. Thangobrind se volvió y vio inmediatamente lo que temía. El ídolo-araña no se había quedado en su casa. El joyero dejó suavemente en el suelo su diamante y sacó su espada llamada Ratón. Y entonces comenzó en la senda angosta aquella famosa lucha, por la cual parecía tener tan poco interés la siniestra anciana cuya morada era la Noche. Para el ídolo-araña tan de repente descubierto todo era una horrible broma. Para el joyero era una lúgubre señal. Luchó y jadeó y fue rechazado lentamente a lo largo de la senda angosta, mas todo el tiempo asestó terribles cuchilladas a Hlo-hlo en su ancho y blando cuerpo hasta que Ratón estuvo cubierta de sangre. Finalmente, la persistente risa de Hlo-hlo fue demasiado para sus nervios e, hiriendo una vez más a su demoníaco enemigo, se dejó caer horrorizado y exhausto junto a la puerta de la morada llamada Noche a los pies de la siniestra anciana, la cual, después de proferir aquella ominosa tos, no volvió a entrometerse en el curso de los acontecimientos. Y los que estaban de servicio se llevaron a Thangobrind el joyero a la casa donde colgaban dos hombres y, descolgando de su gancho al que estaba a la izquierda, pusieron en su lugar a aquel aventurado joyero; de manera que cayó sobre él el funesto destino que temía, como todos saben pese a haber pasado tanto tiempo, y de alguna manera se calmó la ira de los envidiosos dioses.
Y la única hija del Príncipe Mercader sintió tan poca gratitud por este magnífico final que adoptó la respetabilidad de un combatiente, se convirtió en una taciturna agresiva, llamó a su hogar la Riviera Inglesa, utilizó una tópica cubretetera de estambre, y al final no murió, sino que desapareció en su residencia.
The Distressing Tale of Thangobrind The Jeweler, And Of The Doom That Befell Him
The Book of Wonder, 1912.
Lord Dunsany
Traducción de Juan Antonio Molina Foix
En los confines del mundo
Ediciones Siruela, 1989