Al aceptar y defender la institución social de la esclavitud, los griegos tenían el corazón más duro que nosotros pero las ideas más claras; sabían que el trabajo como tal era una esclavitud y que ningún hombre puede enorgullecerse de ser un operario. Un hombre puede estar orgulloso de ser un trabajador, es decir, alguien que fabrica objetos duraderos, pero en nuestra sociedad el proceso de fabricación se ha racionalizado de tal modo en interés de la velocidad, la economía y la cantidad, que el papel desempeñado por el individuo empleado en una fábrica carece de importancia y significado personales y en la práctica todos los trabajadores se han convertido en operarios. Es lógico, pues, que las artes que no pueden racionalizarse de esta forma -el artista sigue siendo personalmente responsable de lo que hace-, despierten la fascinación de quienes carecen de talento y temen con razón un horizonte de trabajo sin sentido. Esta fascinación no se debe a la naturaleza misma del trabajo, sino al modo en que el artista trabaja; él y nadie más, en nuestra época, es su propio dueño. La idea de ser dueño de uno mismo es algo que atrae a la mayoría de los seres humanos y esta idea es capaz de conducirles a la ilusoria esperanza de que la capacidad para la creación artística es universal, algo que casi todos los seres humanos, en virtud, no de algún talento determinado, sino de su simple humanidad, podrían hacer si se lo propusieran.
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Algunos escritores, incluso algunos poetas, alcanzan gran notoriedad pública, pero los escritores, como tales, no tienen estatus social como sí lo tienen los médicos y abogados, sean célebres o desconocidos.
Hay dos razones que lo explican. En primer lugar, las así llamadas humanidades han perdido la utilidad social que tuvieron antaño. Desde la invención de la imprenta y el aumento de la alfabetización, el verso ya no es útil como instrumento mnemónico gracias al cual el conocimiento y la cultura pasan de una generación a otra y, desde la invención de la cámara, el dibujante y el pintor ya no son necesarios para proporcionar documentación visual; se han convertido, en consecuencia, en artes "puras", es decir, en actividades gratuitas. En segundo lugar, en una sociedad gobernada por los valores propios del Trabajo (y es posible que la América capitalista esté más férreamente gobernada por estos valores que la Rusia comunista), lo gratuito ya no se considera sagrado -la mayoría de las culturas más tempranas pensaba de otro modo-, ya que, para el Hombre Trabajador, el ocio no es sagrado sino un descanso del trabajo, un tiempo para la relajación y los placeres del consumo. Suponiendo que una sociedad semejante piense alguna vez en lo gratuito, lo hace con recelo -los artistas no trabajan, por lo que seguramente son vagos parasíticos- o, en el mejor de los casos, lo considera algo trivial: escribir poesía o pintar cuadros es una afición que no hace daño a nadie.
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La Escuela de Bardos con la que fantaseo tendría el siguiente plan de estudios:
1) Además del inglés, se exigiría al menos una lengua antigua, probablemente griego o hebreo, y dos lenguas modernas.
2) Se aprenderían de memoria miles de versos escritos en esas lenguas.
3) La biblioteca no contendría ningún libro de crítica literaria y el único ejercicio crítico que se le exigiría al estudiante sería escribir parodias.
4) Todos los estudiantes deberían cursar estudios de Prosodia, Retórica y Filología Comparada y cada estudiante tendría que elegir tres de las siguientes Materias: Matemáticas, Historia Natural, Geología, Meteorología, Arqueología, Motología, Liturgia y Cocina.
5) Cada estudiante estaría encargado de cuidar un animal doméstico y cultivar un pequeño huerto.
Un poeta no sólo debe formarse a sí mismo como poeta, sino que tiene que decidir cómo quiere ganarse la vida. En teoría, debería tener un trabajo que le exima de manipular ninguna palabra. (...)
De "El poeta y la ciudad"
Extraído de "Los señores del límite. Selección de poemas y ensayos (1927-1973)". W.H. Auden. Edición a cargo de Jordi Doce. Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores.
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